En una hornacina de la torre de la iglesia había una paloma muerta con la cabeza destrozada. En las escaleras había otra más. Esta, la que fotografié, estaba viva todavía. Intentaba llegar más lejos, a las grúas de colores chillones, a posarse en las farolas de las plazoletas. Al cabo de un par de minutos y de cinco fotografías me marché. Supongo que moriría algún tiempo más tarde.
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